“Vengo de un rancho muy pequeño en Centroamérica, el pueblo es chico y toda la gente se conoce; ahora entiendo la frase ‘pueblo chico infierno grande’. Mi padre no terminó la primaria; mi madre nunca fue a la escuela [y] como mujer solo aprendí a leer y a sumar porque mi papá [siempre] decía que las mujeres nacen para ayudar en la casa, casarse, servir al marido y así lo hice”, recuerda Anita, una madre inmigrante centroamericana que reside en Ohio.
“Me dediqué a ayudar a mi madre con mis diez hermanos, aprendí a cocinar y después me casé…en realidad solo me escapé con el novio en la primera oportunidad porque pensé que podía tener una mejor vida”.
Mientras su mente viajaba momentáneamente al lugar donde creció, también recordó como al principio de esta relación todo fue bonito pero las cosas empezaron a cambiar con la llegada de los hijos.
“Un día mi pareja me dijo que se iría a Estados Unidos, mis dos hijas y yo nos quedamos en casa de mis papás. Él enviaba poco dinero, en 12 años regresó dos veces y en la segunda visita quedé embarazada de mi tercera hija. Me sentía muy agotada, tenía sudores nocturnos, me daba fiebre, así que fui a ver al médico y me dijeron que tenía ‘SIDA’”.
Para entonces, Anita desconocía sobre esta enfermedad. Simplemente ignoró el diagnóstico, salió corriendo y nunca más regresó con el doctor.
“Tuve a mi hija en la casa y nunca hablé con nadie de eso, solo con mi pareja cuando platicábamos por teléfono. Él me dijo que el doctor estaba loco y que no le hiciera caso [pero] a los pocos días de tener a mi bebé me volví a poner mal, la diarrea no paraba, tenía mucha tos; había perdido mucho peso hasta que mi cuerpo no pudo más y me puse muy grave”.
En el hospital llamaron a sus padres y confirmaron aquella condición que intentó ocultar.
“A mi hija le hacían estudios cada tres meses, afortunadamente ella dio negativo; yo me salvé de milagro, pensé que eso era lo peor que me podía pasar en la vida, pero estaba equivocada. Al salir del hospital mi padre me golpeaba, me decía que yo era una mujer de la calle y cuestionaba con cuántos hombres me había acostado”.
Aunque su padre no entendía, nada justificaba el incesante maltrato psicológico.
“Mi papá nos sacaba de la casa y en el pueblo se corrió la voz; mi hija y yo éramos señaladas. Estaba desesperada, llamaba a mi pareja y él me decía que no era su culpa, que seguramente yo tenía amantes y por eso merecía la enfermedad”.
Pero el destino dio un giro drástico e inesperado tras recibir una llamada. Su pareja –quien tanto la cuestionó e inculpó– estaba muy enfermo, y finalmente confesó cómo la había contagiado.
“Me confesó que me había pegado el VIH porque desde que llegó a Estados Unidos había tenido sexo con hombres y mujeres. A la semana siguiente recibí otra llamada informando que había fallecido”.
Enferma con VIH y tolerando violencia doméstica vivió varios años en el pueblo hasta que un día su padre borracho la golpeó tanto que debió ser hospitalizada.
“Ese día me llamó una prima de Estados Unidos, le platiqué sobre la situación y me dijo: ‘vente, tráete a tu hija’ y así fue como llegué aquí”.
Hoy, agradece a esa mujer que le tendió la mano, empoderándola para luchar y rehacer su vida, con el debido tratamiento para su enfermedad.
“Gracias a ella y a organizaciones que ayudan a personas con VIH estamos vivas mis hijas y yo. Ahora soy indetectable y estoy feliz al lado de mi esposo”.
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